martes, 5 de julio de 2011

‘La enfermedad del poder: el caso de Chávez desnuda otra cara de la política’ por Carlos Pagni

Publicado en: Actualidad,Biología y Medicina,Noticia,Opinión,Política y Sociedad — Publicado el 5 julio, 2011


Un artículo de Carlos Pagni sobre el poder y la enfermedad, a propósito de la dolencia de Chávez. Un excelente y sustentado análisis de lectura obligatoria. Un tema complejo, difícil de tratar y comprender. Un caso para los psiconeuroinmunólogos. Publicado en el diario argentino La Nación.

El ocultamiento no obedece a la responsabilidad política. La enfermedad no debe ser exhibida porque desnuda lo que el poder se empeña en ocultar: la fragilidad, el límite. Cuanto más autoritario es un régimen, más velos tiende sobre los achaques del que manda. Las novelas sobre dictadores han hecho un tópico de esta propensión.

El que va detrás del poder es porque lo necesita. Ahora bien, si necesito del poder para establecer un equilibrio interior, el alcance de mi racionalidad es muy bajo. Poder y fragilidad son vecinos”. Las personalidades autoritarias serían más propensas a los trastornos de salud. Sencillo: ensayan un camino muy rudimentario, muy deficiente, para resolver el problema de una fisura emocional. Lederman termina de abrir una ventana inquietante a la indagación de la política. Ya no es posible ver la dolencia como hija del azar.

La enfermedad del poder: el caso de Chávez desnuda otra cara de la política
La Nación
Domingo 03 de julio de 2011
Carlos Pagni

  • La salud de los líderes / El enemigo menos pensado

Cuando un líder es alcanzado por una dolencia grave como, se sabe ahora, le ha sucedido a Hugo Chávez, la política se vuelve más misteriosa que de costumbre. El azar -o ese entramado de causalidades que por desidia llamamos azar- entra en la historia. Y el poder muestra su rostro prohibido: la vulnerabilidad.

La asociación entre el poder y la enfermedad fascina a la ciencia política y al periodismo, como demostraron Jerrold Post y Robert Robin en When Illness Strikes the Leader, o, más cerca de nosotros, Nelson Castro, con Enfermos de poder y Los últimos días de Eva.

El gobierno venezolano guardó silencio sobre la afección de su jefe ausente durante 21 días. Ni ese oscurantismo es novedoso, ni el caso de Chávez es el más llamativo. Chávez es, también como paciente, un defectuoso discípulo de Fidel Castro.

François Mitterrand, que fue un hombre de grandes secretos, ocultó que tenía un tumor desde antes de llegar al poder, en 1981. La novedad fue revelada por el doctor Claude Gubler en 1996, después de la muerte de su paciente. Gubler confesó que había sido obligado a emitir partes incompletos sobre la salud de Mitterrand, quien en 1992, tres años antes de dejar el mando, ya no estaba en condiciones de gobernar.

Juan Carlos de Borbón sólo perdió la cordialidad con el periodismo cuando le preguntaron por su rodilla: “Estoy fatal, fatal. Lo que os gusta es matarme”, se quejó.

Si no logra ser absoluta, la discreción es contraproducente porque satura el ambiente de rumores. Los argentinos sólo acceden a un diagnóstico sobre la salud de su Presidenta a través de brumosos partes médicos emitidos desde Olivos cada vez que ella suspende una actividad internacional. En el ambiente de la salud está muy extendido que la señora de Kirchner padecería del síndrome de Lev, una deficiencia que no es crítica, pero desarregla el ritmo cardíaco y puede ocasionar lipotimias. La peripecia de Néstor Kirchner también estuvo rodeada de misterios. Ahora se sabe que se automedicaba, y que las internaciones a las que lo obligó su sistema circulatorio fueron muchas más que las comunicadas por los mismos profesionales que ahora atienden a su viuda.

Con el hermetismo los gobiernos pretenden despojar a la enfermedad de sus consecuencias críticas. En diciembre de 2005, los partes sanitarios ocultaron el primer percance cerebral de Ariel Sharon, en homenaje a la seguridad de Israel. Los socialistas franceses suponían que si se daba a conocer el cáncer de Mitterrand su régimen perdería estabilidad. La ausencia de Chávez hace pensar a muchos venezolanos que el país terminará, carente de conducción, en una guerra civil. En Paraguay, la novedad del linfoma que padece Fernando Lugo instaló el fantasma de una conspiración de su vicepresidente, Federico Franco.

La razón de Estado sirve para ocultar la dolencia del político, pero no para obligarlo al cuidado de su cuerpo. Cuando informó sobre su enfermedad, Chávez se culpó por los desbarajustes a los que ha sometido a su salud. Los líderes suelen disimular su mal ante sus colaboradores y, sobre todo, ante sí mismos. La obesidad de Sharon pedía a gritos ser tratada. Cuando en enero de 2006 sufrió la hemorragia cerebral que lo sumergió hasta hoy en un coma profundo, los paramédicos carecían de una camilla adecuada, y tardaron 20 minutos en cargarlo en la ambulancia. El ejemplo de Kirchner es parecido. Al sufrir el paro cardiorrespiratorio que le quitó la vida, ya había sido operado de la carótida y le habían practicado una angioplastia. Sin embargo, el 27 de octubre pasado, en la residencia Los Sauces, no había un equipo médico para auxiliarlo. La explicación tal vez esté en las palabras que repite su viuda de tanto en tanto: “Tenía una fuerza que me convencía de que era invulnerable”.

El ocultamiento no obedece a la responsabilidad política. La enfermedad no debe ser exhibida porque desnuda lo que el poder se empeña en ocultar: la fragilidad, el límite. Cuanto más autoritario es un régimen, más velos tiende sobre los achaques del que manda. Las novelas sobre dictadores han hecho un tópico de esta propensión.

Con el concepto de somatización, el psicoanálisis rompió la frontera entre la patología física y el conflicto emocional. Elsa Rappoport de Aisemberg escribió en este diario que todas las personas exhiben deficiencias para simbolizar el dolor. Es decir, para pensar, cuestionar, reconocer las emociones. Cuando ocurre esa carencia, “se tramita el duelo con el cuerpo, favoreciendo una enfermedad somática a partir de una zona vulnerable, en vez de hacerlo con la mente”. Aisemberg cita a David Liberman para hablar de “pacientes sobreadaptados, que sobrevaloran el éxito y lo perentorio en detrimento de la reflexión, lo que los hace candidatos a enfermedades graves o a sufrir muerte súbita”. Si se hace caso a quienes lo rodearon, Kirchner encuadraba en ese tipo de personalidad. Su consagración al poder era obsesiva; los estados de ira, la ansiedad, la turbulencia, permanentes. “Pienso en él y me acuerdo de cómo sufría las cosas y me digo: «Te tenés que cuidar, Cristina»”, evoca la Presidenta. ¿Cómo habrá elaborado el psiquismo de ese hombre el trauma de la derrota de 2009?

Desde Caracas, el periodista Sergio Dahbar traza un retrato de Chávez: “Es un maníaco. No puede dejar de trabajar. Es incapaz de delegar. Desconfía de todos y se rodea de familiares para gobernar. No puede encontrar un límite, de allí su mesianismo. Por ejemplo, se deprimió mucho cuando no pudo resolver el problema interno colombiano. La adversidad lo subleva. En una oportunidad apareció con los nudillos vendados porque había trompeado los muebles por la furia que le produjo no haber ganado una elección por el margen que él soñaba”.

Es inconfundible el aire de familia de Chávez con Kirchner. ¿Hay que preguntarse, entonces, por un estilo autoritario y absorbente de administrar el poder que, en sí mismo, enferma? Alberto Lederman, un experto en indagar los factores emocionales que determinan el liderazgo y la interacción de los grupos, propone invertir esa ecuación: “El poder no es la causa. Es el síntoma. No cualquiera se interesa por el poder. Hay una idealización para la cual el poder es un medio para alcanzar determinados fines. Pero, antes que eso, el poder es una estrategia defensiva para resguardar una vulnerabilidad del mundo emocional del sujeto. El que va detrás del poder es porque lo necesita. Ahora bien, si necesito del poder para establecer un equilibrio interior, el alcance de mi racionalidad es muy bajo. Poder y fragilidad son vecinos”. Las personalidades autoritarias serían más propensas a los trastornos de salud. Sencillo: ensayan un camino muy rudimentario, muy deficiente, para resolver el problema de una fisura emocional. Lederman termina de abrir una ventana inquietante a la indagación de la política. Ya no es posible ver la dolencia como hija del azar.

La tesis gana densidad por la capacidad de la enfermedad para cambiar el curso de la historia. El destino del socialismo real en Rusia no habría sido el mismo si Lenin no hubiera caído en manos de Stalin después de varios infartos cerebrales. La crisis de los rehenes de 1979 en Irán no se habría desatado si Henry Kissinger y David Rockefeller no hubieran dispuesto que el sha Reza Palevi se internara en Nueva York y no en México, como él mismo quería.

La trascendencia social de las perturbaciones de la salud es más curiosa cuando el líder fallece a causa de ellas. Para muchos argentinos, la muerte resignificó la figura de Kirchner, con consecuencias evidentes para la política. “El cuerpo le quedó chico”, lo mitifican sus seguidores. La célebre Marie Langer estudió el papel que tuvo el cáncer en la transfiguración de Eva Perón: la convirtió en la madre muerta.

Juan Pablo II ofrece otro ejemplo sobre las posibilidades metafóricas de la enfermedad. En vez de ocultar su Parkinson, lo mostraba, en una especie de catequesis sobre la relación del hombre con el sufrimiento.

El recuerdo de Wojtyla rima con la observación de Abraham Lincoln, quien con las categorías que le proveía el siglo XIX advirtió estos problemas cuando dijo: “Todos los seres humanos pueden soportar la adversidad. Pero si quieres probar el carácter de un hombre, entrégale el poder”.

Carlos Pagni
Columnista político del diario LA NACION. Es profesor de Historia en la Universidad Nacional de Mar del Plata y fue docente de la cátedra de Historia de las Ideas Políticas de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Mar del Plata, e investigador del Instituto Emilio Ravignani de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Presta servicios de consultoría política para instituciones y empresas del país y el exterior. En 2002 fue condecorado por el gobierno de la República de Brasil con la Orden de Río Branco.

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